Escuela de inteligencia emocional
En la compleja ecuación de nuestro bienestar, uno de los factores con más peso son las personas que están a nuestro alrededor. Por eso, es natural que sea tan importante para nosotros cómo se comportan los demás y, por tanto, que dediquemos tanta energía a influir sobre ellos para conseguir que actúen como nosotros deseamos.
Esta aspiración de influir en los otros es perdonable porque sentimos que nos jugamos mucho, sin embargo, nos topamos con una traba. No poseemos ninguna herramienta para conseguir que los demás actúen como nosotros deseamos. No hay una manera de cambiar a los demás, más allá del deseo de cambio que ellos mismos posean y el empeño que pongan en ello.
Nos negamos a admitir esta realidad sencilla.
No se trata de una mala noticia, significa que tampoco existe una manera para que otros nos cambien a nosotros, ni consigan que hagamos algo si no lo deseamos. Sin embargo, una y otra vez nos tropezamos con el mismo sufrimiento, como si nos golpeáramos con la misma roca en el camino una y otra vez.
Cuando nos enfrentamos a alguna situación de nuestra vida que nos obstaculiza el camino, nos frustramos, y, dependiendo de la pericia que tengamos dominando esta emoción, sufrimos más o menos. Por ejemplo, cuando la meteorología arruina el plan de un día de naturaleza, el fastidio dura a unos el día completo mientras que otros se reponen en pocos minutos rehaciendo el plan y cambiando de actividad.
Pero en este tipo de situaciones, en las que hay “algo” que no se comporta como debería, nos las apañamos, para, con más o menos dificultad, entender que ese algo no va a cambiar y que somos nosotros los que debemos adaptarnos a la situación, entender el nuevo escenario y responder a él. Sería absurdo esperar que el clima se adaptara a nosotros, sabemos que esto no va a suceder.
Sin embargo, cuando lo que nos causa el sufrimiento no es “algo” sino el comportamiento de alguien, nos cuesta infinitamente más renunciar a la idea de que esa persona puede cambiar. Parece que al estar tan cerca, ese otro puede escucharnos, entender nuestros motivos, que son buenos hasta para él, comprender, esforzarse y finalmente, cambiar.
Si se lo pedimos repetidamente lo hará. Por eso, repetimos a nuestras personas queridas que cambien algunos hábitos, que no lleguen tarde, que no se enfaden tanto, que no se dejen influir por ciertas personas, que no sean tan bruscos, que nos hagan más caso, que ordenen un poco más o que no ordenen tanto, y un sinfín de peticiones mientras nos desesperamos porque el cambio no llega. Y entonces se lo repetimos, porque parecen no habernos oído.
Y se lo volvemos a pedir. A veces durante años. Y nos enfadamos con ellos porque nosotros estamos seguros de tener razón y ellos son cabezotas o desconsiderados o dejados y no terminan de ponerse en marcha. Pero seguro que si insistimos… es imposible que no acaben por entender algo tan lógico y que nos hace tanto daño a nosotros.
Numerosas veces afirmamos que el otro no va a cambiar, que lo sabemos, que el otro es así y punto. Es curioso que podemos afirmar esto en voz alta y con rotundidad y seguir intentando el cambio. Como si un anclaje nos impidiera de verdad dejar de intentar.
Mientras funcionamos con este automatismo a través del cual detectamos alguna conducta de otro que no nos gusta y nos lanzarnos a intentar modificarla, estamos abocados a un sufrimiento casi irremediable, nos sentiremos desgraciados porque no somos suficientemente importantes para el otro, nos enfadaremos por su falta de consideración y esfuerzo, nos entristeceremos porque no será como imaginamos y un sinfín de emociones negativas involucradas en el proceso, al mismo tiempo que deterioramos la relación con el otro y le hacemos también, de paso, sentirse poco querido y aceptado tal como es.
Podemos intentar dar un paso adelante para romper este círculo inútil y destructivo. ¿Qué necesitamos? Pues de verdad, entender que el otro no va a cambiar. En toda la profundidad y dificultad de la expresión.
Una vez que hemos dado una oportunidad a la comunicación y, asertivamente, hemos expresado nuestro punto de vista y el otro no ha sabido- querido- podido modificar su comportamiento, es momento de pasar a trabajar nuestro proceso interior de aceptación del otro.
Esto significa pasar de preguntarnos ¿qué puedo hacer para que el otro cambie? a entender que este es nuestro escenario, que lo que tenemos delante es una persona que actúa de esta manera y podemos entonces estar preparados para la pregunta verdaderamente relevante que es ¿Qué respuesta queremos dar nosotros ante esta realidad?
Exactamente igual que si hoy se hubiera levantado el día con lluvia. Si esto es así, ¿qué podemos o queremos hacer nosotros?
Una vez que comenzamos a enfocar la situación de esta manera, empezamos a poner nuestros recursos al servicio de una vía de solución y de cambio. A veces este recorrido no está exento de dolor, de renuncia a conseguir una forma de relación distinta con alguien que en nuestra imaginación visualizamos más satisfactoria o productiva. Sin embargo, la ilusión de un cambio que no está en camino es una forma de prolongar un sufrimiento, simplemente no ocurrirá lo que deseamos.
Tanto para las situaciones trascendentales como para las pequeñas cotidianas, es interesante evaluar cómo es la relación con alguien ahora porque así es como probablemente seguirá siendo en el futuro.